martes, 27 de noviembre de 2012

Días 210-227: Bangkok I

Lo primero que piensas al aterrizar es que no te encuentras en el sudeste asiático, en un lugar del llamado tercer mundo: el aeropuerto está realmente bien y sorprenden sus modernas prestaciones. Lo segundo que pasa por tu mente, acto seguido de salir del mismo, es: "Este lugar no es para mí". ¿Por qué? Porque la humedad es asfixiante, indescriptible, casi insoportable. La bofetada caliente y húmeda que recibe todo tu cuerpo es muy, muy intensa. Al principio no te lo crees. Piensas que estás debajo de alguna salida de aire caliente del aeropuerto (y de hecho miras arriba y hacia todos los lados buscando ese extractor gigante del infierno), pero no, no encuentras nada. Es de noche y hace una calda de cojones. Estamos en Bangkok y es mayo. Y punto. Toca sudar.

La capital de Tailandia (y centro neurálgico de todo el sudeste de Asia), a su manera, también tiene la capacidad de combinar pasado y futuro, como hace Tokio. Hay zonas de la ciudad con construcciones viejas, de viviendas de pequeña altura y callejones de otra época, pero hay otros barrios donde abundan los altos y modernos edificios, los gigantescos centros comerciales, las boutiques de moda de primeras marcas y los hotelacos de lujo para gente bien. Sí, de nuevo es una gran ciudad llena de contrastes, y siguiendo con la comparación de Tokio, todas las calles en general están muchísimo más sucias, y, por qué no decirlo, casi todo, generalizando también, es bastante más turbio.

Aquí en Tailandia las ciudades y pueblos se dividen en calles y callejones. Las calles pueden ser grandes o pequeñas, o incluso pedazo de avenidas. Pero los callejones son exactamente como te los has imaginado, como los que salen en las películas ambientadas en países asiáticos: muy estrechos (pueden tener un metro de ancho), oscuros, sórdidos, con puestos callejeros que te venden de todo, generalmente comida (a veces inclasificable), y vapores que surgen del alcantarillado y olores que te dejan noqueado... Todo lo contrario es meterse en sus amados centros comerciales (¡tienen muchos!). Estos inmensos e impersonales lugares están atestados de extranjeros, todos paseando con bolsas de compras en las dos manos y con las mismas camisetas de tirantes, las mismas gorras y las mismas gafas de sol. La verdad es que se encuentran gangas, hay de todo en materia de ropa y de papeo, y sobre todo, se está fresquito, y por unas horas te refugias de la tremenda y pegajosa humedad del exterior.

Uno de los rasgos más significativos de Bangkok y que llama mucho la atención del occidental de turno es el tráfico. ¡La locura de tráfico! Hay momentos que la ciudad se colapsa, y entonces se forman unos atascazos que los de Madrid parecen de Micro Machines. Coches, motos y tuk-tuks surgen de la nada, de cualquier esquina y ángulo muerto, y pululan hacia cualquier dirección imaginable. ¡Es divertidísimo! Y la experiencia de que te lleven en un tuk-tuk (vehículo típico de Asia que consiste en una moto con un remolque incorporado, básicamente) es imperdonable perdérsela. Incluso por los callejones y callejuelas más estrechas, donde no cabe ni un alma del tráfico de gente, animales y cosas que hay, tienes que dejar paso a una moto que avanza (inexplicablemente) entre la multitud de incansables comerciantes y turistas flipados. Conducen como locos, llevan en sus motos hasta neveras (really!), ves familias enteras de cinco miembros subidos en una misma moto (y sin un solo casco puesto), se meten unas cruzadas impensables cada dos por tres, pero, a la vez, te da la impresión de que todo lo tienen bajo control. Es su día a día, y no se les ve estresados ni sorprendidos por las suicidas maniobras del colgao de al lado. Es el caos ordenado.

Otro detalle que nunca se me olvidará de esta enorme ciudad (y de Asia en general) será el olor de algunas calles. Mi sentido olfativo se ve que no estaba preparado para cierto nivel de olisma asiática. Junto con el calorazo, se añaden determinados tufillos de alcantarillado y de los puestos callejeros de comida que convierten algunos tramos en momentos jodidos y, personalmente, el hedor puede llegar a ser nauseabundo. Si acabas de comer y vas con la tripa llena puede llegar a ser bastante desagradable. Eso no quita para renunciar a ello siempre y renegar de por vida, porque a la comida callejera le pegamos sin problemas, y es aquí, en Bangkok, donde alguno de nosotros se lanzó a probar delicias callejeras como grillos fritos, escarabajos y algún que otro insecto que murió incinerado en la hoguera; por hereje. ¡Y es que hay que probar de todo! Y como dice el Rey: a la parrilla, todo sabe mejor.

Los templos y los monjes budistas son otra característica de esta ciudad y de este país. Hay muchos templos en Bangkok, no sabría decir cuántos. Visitamos varios, como el del Black Buda o el del Lucky Buda, y algún otro más que no me quedé con el nombre. Se parecen todos bastante, variando un poco en tamaño y en años que lleva levantado. En todos ellos debes descalzarte y no hacer prácticamente ruido, hablando entre susurros con el Equipo y comunicándote con miradas, sonrisas y gestos con la gente que mantiene el edificio. Aunque a decir verdad, casi todo el mundo habla inglés, mejor o peor, pero se defienden. Y es que llevan ya muchos años recibiendo a turistas extranjeros de todas las partes del mundo. A los monjes se les trata con el mayor de los respetos. Aunque ellos viven con mucha austeridad y comen de las limosnas que van recolectando cada mañana. Es un espectáculo ver a primera hora de la mañana, cuando sale el Sol, a filas indias de monjes descalzos, con sus túnicas naranjas y los cuencos en la mano para pedir dinero. A ellos, la mayoría de la población, les tratan como si fueran la clase más alta de la sociedad, y si en su familia, alguien se hace monje, es un gran honor para todos.

Hay más que hablar sobre nuestra estancia en esta ciudad, pero no quiero que se haga largo. Así que lo dejamos por el momento. Además, estoy descalzo, como los monjes. Pero no estoy en Bangkok. Estoy en Zaragoza, en la gran MañoLand, y aquí sí que hace fresqui en noviembre. Así que me voy a por los calcetines. Los malditos calcetines...