lunes, 23 de septiembre de 2013

Días 244 - 260: Myanmar (II)

Los birmanos, en general, son gente de campo. Dos tercios de su población se dedican a la agricultura. Hombres, mujeres y niños, sin excepción, se machacan cada día, durante horas y horas, trabajando sus verdes tierras. El arroz como eje de la economía, su sudor como moneda y una sonrisa perenne como bandera.

Los birmanos te llegan al corazón, y ya nunca se van. Son unos entrañables okupas que van a conseguir siempre perdurar en nuestro recuerdo. ¿Todos? Por supuesto que no. Los que viven en la gran ciudad, Yangón, ya están de vuelta de todo. Si ayudan al turista es para sacarle todos los Kiats (moneda local) que puedan. El dinero, Occidente o su propio Gobierno corrupto los ha envenenado para siempre. Digamos que son ya otros habitantes del mundo más. Como tú, como ella o como yo.  Los que de verdad te llegan son los más humildes, los que viven en el campo o la montaña, en sus pequeñas aldeas construidas a mano por ellos mismos. 

Estos campesinos, estas personas, que parece que viven anclados en el tiempo, como si al último siglo se le hubiese olvidado hacer la ronda por aquellos lares, que no saben lo que es un Iphone y que no tienen un espejo para poder mirarse, son los que hacen que el viaje a Myanmar pase de algo bonito e interesante a una experiencia inolvidable. Sólo estuvimos dos semanas allí y mi sensación es de haber pasado más tiempo. No sé muy el porqué. Quizá es que conectamos con ellos.

Comimos su comida, dormimos en sus casas, paseamos por sus campos, "escuchamos" a los viejos y mayores, bebimos y hablamos de amor con los jóvenes, jugamos y dibujamos con los más peques, y lo que nunca dejábamos de hacer era sonreír. Una sonrisa como medio de comunicación, como señal de eterna gratitud, como mero acto reflejo ante la suya. ¿Cómo una persona que ha sufrido tanto puede sonreír de esa manera? ¿Por qué me tratas tan bien si no me conoces de nada? Preguntas que asaltaban mi mente cada dos por tres.

Y entonces te das cuenta de lo que te enamora de esta gente, porque buenas personas hemos conocido bastantes a lo largo del viaje, y tratarnos de lujo también. Pero en este país, y en estas personas especialmente, descubrí algo que no tenemos ya los demás. Algo que a mí se me quedó grabado, y que luego cuando lo pensé después me di cuenta de que lo teníamos ahí delante de nosotros desde el primer momento, ese algo que se reflejaba con un intensísimo brillo en sus miradas y en sus sonrisas. Eso que todo el mundo conoce el nombre pero que nadie ha visto. Sí, estoy hablando de la Inocencia, de una inocencia bestialmente pura. 

Viejos, mayores, jóvenes o niños, daba igual que tuvieran setenta o siete años, que tuvieran arrugas en su frente y callos en las manos o que no, esa mirada y esa sonrisa inocente eran común a todos ellos. Y me pareció algo sobrecogedor. Nadie, absolutamente nadie te va a mirar así en nuestro país. Tan sólo algunos críos que todavía casi no saben ni caminar bien solos. Esa inocencia, plenamente pura, sin dobleces, novedosa, ¡real! era como una fortísima dosis triple de pura vida en vena. Te sentías orgulloso por unos días de ser un ser humano. Todavía quedan buenas personas en este planeta, pensabas, buena gente que te lo puede demostrar simplemente mirándote a la cara durante dos segundos.  

Yo estoy muy agradecido de haber podido pasar momentos con esta gente. Eran tan diferentes a nosotros, en el buen sentido, tan buenos, que tú sentías que debías ser mejor persona, al menos esos días. Porque no nos engañemos, nosotros los de Occidente, nunca podremos expresar esa candidez, esa ingenuidad, esa belleza con una mirada. Imposible ya. Nunca pensé que algo así me podría resultar tan bello y tan atractivo. Pero así fue. La arruga es bella, y la inocencia pura, más.

Y no, no hay que irse hasta el sudeste asiático para encontrar buenas personas. Lo mismo que no hay que ir hasta Rusia para beber vodka. Pero, amigos, sí que hay lugares en este planeta donde la tele, la prensa, internet, la radio o el móvil no han llegado. Donde conservan unos valores ancestrales que les hacen únicos. Y por los cuales merece la pena pasarse unos días, para que te recuerden lo que verdaderamente importa en esta vida, que no es otra cosa que intentar ser feliz siendo buena persona, para contigo mismo y para con los que te rodean. ¿¿Correcto??

martes, 28 de mayo de 2013

Días 244 - 260: Myanmar (I)

Llevo varias semanas pensando en escribir un post sobre Myanmar, la Birmania de toda la vida, pero siempre lo iba dejando. Está claro que esto es un blog, y que debería de actualizarlo puntualmente para que la peña a que le gustaba, no dejase de leerlo. Pero yo no le he dado un trato de blog a esta movida. Son mis crónicas personales de un viaje que duró exactamente un año, pero que se perpetuará en nuestras cabezas (y pieles) para el resto de nuestros días. Así que voy a la marchica.

¿Por qué me ha costado arrancarme con este país? Sencillamente: porque me enamoró. Su gente, no sus tierras. Y por eso les tengo muchísimo respeto. Pero antes de chuparnos las pollas, como diría Tarantino, hablemos de la dramática situación en la que se encuentra esta nación atrapada en el tiempo.

Es una dictadura. Y no hay mucho más que decir. Robin, un guía que tuvimos en un trekking de 3 días, gran tipo y muy sabio, nos contó detalles de cómo están malviviendo miles de personas actualmente en Myanmar, de cómo es la situación real actual. Mucha gente se muere de hambre en un país donde su maldito Gobierno destina el 60% del presupuesto nacional para el ejército. ¡El 60% para un ejército ya de un millón de soldados! Es una locura, y una triste realidad. El ejército rebelde, que se estima en unos 100.000 hombres, ya tienen incluso sus propias fábricas de AK-47. Aunque parece que no termina de pasar nada, el clima de una posible guerra civil se palpa en los campos y montañas birmanos.

El 70% de la extensión total de Myanmar es prohibida para los extranjeros. Ninguno puede pasar. Para nosotros, el país es muchísimo más pequeño de lo que se ve en los mapas. Es una pena, pero es lo que hay. Este Gobierno corrupto y corrosivo no puede mostrar al mundo entero todo lo que hace a escondidas. Su tráfico de armas, heroína, opio y vete a saber de qué más, sigue funcionando en las sombras, impune a cualquier organismo internacional que parecen que miran a cualquier otra parte. Un Gobierno que además de para su enorme ejército, invierte todo su capital en la creación de una nueva capital donde quiere instaurarse y no sirve para nada. Todos los recursos van a parar allí.

En una nación donde hay apagones en todas partes y a todas horas, donde la velocidad de Internet, si es que hay, es propia de cuando vivíamos todavía en cavernas; una nación donde mucha gente se muere de hambre, donde a muchas miles de personas les han expulsado de su casa, de su ciudad, Yangón, para dividirlos, para alejarlos de las universidades, porque los jóvenes con sus estudios y la fuerza de sus manifestaciones podrían convencer al pueblo para reaccionar de alguna manera y eso, claro, no les interesaba. Una nación que hace lo mismo con los monjes y sus monasterios, que no los quieren desperdigados por el país, porque al final, con el contacto con el pueblo, acabarían respetando más a los monjes y no al puto Gobierno de mierda que tienen ahora. Cabrones.

Una nación que ya no sabe qué hacer porque los que mandan están construyendo esa nueva capital a base de talonario. Una ciudad completamente nueva donde van a vivir los jefes, los altos cargos del ejército y todos aquellos a los que les obliguen residir allí. Una ciudad sin apagones. Una ciudad a la que puedes acceder por carreteras de 8 putos carriles por donde casi no pasa ni un sólo coche. Una ciudad donde están construyendo una réplica exacta de la gran estupa Shwedagon de Yangón, que es simplemente asombrosa. Una ciudad que está a tan sólo 200 kilómetros al norte de la vieja capital Yangón (antes Rangún), y que, al menos, como nos contó el barbudo Robin, les está saliendo por la culata. Porque por lo visto debe de ser un fuerte foco de malaria y dengue, infestado de mosquitos. Ahí se pudra el Gobierno y su ejército millonario.

Lo triste, y lo sabemos todos, es que al final volverán a perder los que no han hecho nada. Los que llevan generaciones y generaciones currando como bestias en el campo. Los que no utilizan Internet ni lo necesitan. Los que no han visto en su vida una cámara de fotos. Los que realmente merecen ser felices y que les dejen en paz. Los campesinos, el pueblo. Ellos son Myanmar. No la gentuza de la que he estado escribiendo. Ellos son los que nos han enamorado. Los que nos han dado todo y no tienen nada. Y de ellos voy a hablar y no parar, en caluroso homenaje. Porque se merecen tantas y tantas cosas buenas...

Pero tendrá que ser... Después de la publicidad.


lunes, 11 de marzo de 2013

Días 235-243: Koh Phangan y Koh Tao

Koh Phangan (o Koh Pha Ngan, lo mismo da) fue la tercera isla tailandesa que visitamos. De mayor tamaño que Phi Phi pero más pequeña que Phucket, este pedazo de tierra rodeado de agua se encuentra al otro lado del país, al sudeste, en el golfo de Tailandia.

Reclamo para miles de mochileros por la celebración de la internacionalmente famosa Full Moon Party, allí que fuimos para, sí, no lo voy a negar, disfrutar de ese fiestón que se organiza en la playa de Haad Rin cada noche que la Luna nos muestra todo su poderío sin vergüenza ni reparo alguno. Fuimos sólo el Equipo, ya que Johann, Nonó, Pilou y Thierry, nuestros amigos franceses que estaban pasando sus vacaciones en Tailandia con nosotros, ya habían estado en la fiesta dos años antes y preferían no repetir y conocer otro lugar. ¿Qué puedo decir de esta supuestamente increíble, loca y memorable fiesta? Que la moon está a tope, sí; que party sí que hay, también; pero que realmente es un auténtico full. ¡No nos convenció para nada! Como bien nos avisaba Johann, es prácticamente la misma fiesta que te puedes encontrar en cualquier isla tailandesa durante cualquier día de la semana. Quizás había algo más de gente, y está el rollico de tunearse los cuerpos con pintura de colores fluorescentes, a lo Coldplay en su última gira, pero no ofrece nada nuevo que otras playas del país no ofrezcan cada noche. A los guiris se les veía motivados a saco, como siempre; pero es que con los pedacos que se agarran desde la hora del té se lo tienen que pasar diver hasta en el dentista.

Lo mejor de esos días fueron los paseos en moto por toda la isla. Qué gozadica. Alquilamos dos scooters y nos recorrimos Koh Phangan de arriba abajo. De esta manera nos dimos cuenta de cómo era realmente la isla y lo bonita y verde que era. Te encontrabas con elefantes pastando en el arcén, como si fueran ovejas en España. Enormes bicharracos que, a pesar de su cara de facciones bondadosas y del ritmo relaxado de sus movimientos, imponen muchísimo respeto y no hay huevos a acercarse a ellos a menos de cinco metros (quince más bien). En Laos sí que nos acercamos a ellos mucho más, de hecho tuvimos contacto total con ellos, pero ésa es otra historia. Y de las buenas...

Por último y para acabar con nuestras andanzas por Tailandia, estuvimos en la pequeña isla de Koh Tao. Situada en el mismo golfo de Tailandia, al norte de Phangan, esta diminuta extensión de tierra tenía tanto encanto como Phi Phi y algo más de tranquilidad. Tao significa tortuga, y por lo visto, hace años debía de estar plagada de estos tranquilos animales, surcando sus mares con esa elegante parsimonia que les caracteriza. Actualmente es más complicado toparte con alguna, pero si practicas el submarinismo y tienes suerte, puedes encontrarte con ellas; así como con algún tiburón ballena, ese escualo que es prácticamente herbívoro e inofensivo pero que con sus 10 metros de longitud tiene que dar más miedo que Freddy Krueger en un lunes chungo.

Toda esta gente bajó un día a hacer submarinismo, yo me rajé porque el monitor no terminaba de asegurarnos que la visibilidad iba a ser la correcta y sobre todo porque quería invertir esa pasta en algo que llevaba tiempo metido en mi peluda cabeza: hacerme un tattoo al estilo tradicional del país. Para los que les interese el tema, hay que decir que se hace con tinta aplicada a una especie de punzón de bambú, y que absolutamente todo es a manubrio, aquí no hay nada eléctrico que valga, a base de pequeños, rápidos y precisos golpecitos. Acabé muy contento con el resultado, y aunque el estilo sí fue tradicional, el diseño del tatuaje no lo fue, no fue nada budista. Pero sí que le hice un pequeño homenaje a mi sista Inés, que se lo debía... Mis dos hermanicas ya están marcadas en mi cuerpo serrano. Por último, me comentan por el pinganillo: ¿dolor? ¿ Si duele? A saco. Mogollón. No sé si era por el bambú o por la zona del cuerpo elegida, o por ambos, pero estuve más de una hora agarrado a la camilla de cuero negro como si fuese el último ser humano en la Tierra, y reprimiéndome con todas las fuerzas del mundo para, primero, no llorar a lo Anne Hathaway (odio a esa pava), y segundo, para no meterle un viaje al artista que estaba hurgando con un palito en mi suave abdomen. Pero como dicen los clásicos: sarna con gusto no pica.

Hubo dos momentazos más a reseñar en esta isla tan peque pero tan molona, y los dos pasaron dentro del mar. El mar, como la mujer: ese gran desconocido. Contratamos para todos una vueltilla en barco para que nos llevase a una zona donde hacías snorkel con tiburones. Thierry ya lo había hecho en otra ocasión y nos contaba que se nadaba sobre los bichos; tú te mantenías pegado a la superficie, con tus gafas y tubo, y ellos nadaban cerca del fondo, a unos siete metros de ti. Pequeños tiburones, de un metro de longitud, aparentemente inofensivos, pero repito: TI-BU-RO-NES. Pues ahí estuvimos, 45 minutos nadando de un lado para otro, haciendo caso a las indicaciones del cachondo que llevaba el barco, y ahí no apareció ni Flipper. Ni uno. De hecho ahí casi no había ni peces. Excepto... Puede haber una posibilidad: ¡el señor Piña nos dijo que vio uno! Tuvo un cara a cara (eso lo dice él) con uno de ellos; desde muy lejos (eso lo digo yo). El caso es que Javi dice que le miró al gepeto, hizo el Moonwalker en el agua, media vuelta y pa casica. Y aunque los demás no vimos ni uno, tan solo nadar en mar abierto y pensar que lo puedes estar haciendo junto a unos pequeños cabroncetes como pueden llegar a ser los tiburones, ya la cosa tenía su miga. Era una sensación extraña, contradictoria, algo masoquista: te morías de ganas de verlos nadar debajo de ti, libres, y tan de cerca, pero por otra parte no podías reprimir ese miedo a que apareciesen realmente y a que alguno de ellos no le hiciera especial gracia compartir esas cálidas aguas contigo.

El otro rato brutal que no se me va a olvidar nunca fue cuando contratamos otra barca y nos llevaron a una zona especial para hacer snorkel. Acojonante. Yo me pegué una hora flipando en el agua. Un agua transparente, yo creo que la más clara que he visto nunca. Y un agua llenísima de vida por cada centímetro. Estaba repleto de peces de cientos de formas, colores y tamaños diferentes, y había unos corales gigantescos que se te iba la olla. Era de película, de reportaje o de ciencia ficción, al menos para mí que no soy un entendido de esto. Pero sí que a lo tonto he estado en muchas playas de bastantes países, y no había visto un lugar como éste para ponerte unas gafas y unas aletas y alucinar tanto. Era el sitio que habías visto en la tele desde el sofá de tu casa, o en las fotos de esa revista, tantas veces. Y pensabas que no existía, que ese color del mar era falso, que de eso no hay, que ahora lo trucan todo, que es Photoshop. Ay, almas de cántaro, incrédulos todos. Ahí estuvimos, en ese sitio, justo en donde estás pensando ahora mismito.





jueves, 28 de febrero de 2013

Días 228-234: Koh Phuket y Koh Phi Phi

En Tailandia, además de en su capital, estuvimos en cuatro de sus múltiples y encantadoras islas. El centro y norte del país finalmente no lo visitamos; el tiempo no sobraba y Bangkok, como ya he contado, atrapa.

La primera de ellas y la que menos me gustó fue Koh Phuket (para los menos vivos: sí, Koh significa isla en tailandés). Una pedazo de isla bañada por el mar de Andamán, que éste a su vez linda con el océano Índico. Creo recordar que sólo pasamos allí dos noches y dos días. Suficiente. La isla al ser tan grande, tiene numerosas playas y pueblecitos costeros repartidos por toda su extensión, pero a la playa que fuimos a parar nosotros, no era la más bonita ni de lejos. Bang Tao Beach creo que es donde nos alojamos, con una playa larga pero no muy atractiva, con un mar no tan limpio y claro como te esperabas y con (ya) un par de edificios altos rollo Benidorm que más que subirte el ánimo lo que te daban era bajona levantina.

Eso sí, nuestro pueblo era el santo y seña de la fiesta en la isla. Pero qué fiesta... Hasta que no llegamos a Phuket no había presenciado en persona lo que podemos denominar como sordidez máxima. Una calle solamente llena de garitos y discotecas a los dos lados, y entrando y saliendo de ellos, decenas, cientos de mujeres, chicas, niñas, el noventa por ciento prostitutas y bastantes de ellas travestidas. Una calle que al pisarla por primera vez da casi hasta miedo... Con incontables extranjeros de pelo rubio, tez pálida y llamativas pieles abrasadas por el Sol, borrachos y drogados, agarrando por el culo a las diminutas niñas locales con su mano de ventosa y sus más de 190 centímetros de altura. Fue algo chocante. Grotesco. Difícil de asumir de primeras. Y no soy un moñas, la verdad, ni el mayor de los románticos, es cierto, pero ese ambiente tan perverso, tan sucio y vicioso, a mí, sinceramente, no es lo que más me llama. Ni mucho menos.

La segunda isla, y ésta sí que molaba, fue Koh Phi Phi. Está al lado de Phuket, en el mismo mar, a unos 50 kilómetros. Mucho más pequeña y mucho más bonita. Considerada una de las mejores islas del planeta, Phi Phi sufrió como ninguna otra el fatídico tsunami del 2004, y la gran mayoría de viviendas y locales fueron literalmente arrasados por la fuerza del mar. Ocho años después no queda rastro del horror, la isla sigue creciendo y las construcciones, pequeñas y grandes, no paran. La bienvenida fue de aúpa, no queríamos salir del barco: cielo negro y tenebroso, rayos y relámpagos retorciéndose por el aire y una tromba de agua cayéndonos sobre nuestras perplejas cabezas y nuestras pesadas mochilas. No pintaba bien la cosa, no. "Bienvenidos a Koh Phi Phi. Felices vacaciones. Sois unos jamadores". Pero la lluvia a las horas cedió, y el Sol surgió en el cielo como el ave Fénix. Y brilló. Vaya si brilló.

La peña viene aquí (allí) a hacer submarinismo, a relajarse en sus bonitas playas y a salir de fiesta por las noches en los garitazos que tienen montados a pie de playa. Aquí en Tailandia ya no tienen nada que envidiar a Ibiza. Llevan muchos años recibiendo a millones de turistas en sus islas y saben muy bien lo que se hacen. Un placer para los cinco sentidos: mientras estás saboreando el último cocktail de moda en Manhattan, o estás ingiriendo un auténtico bucket lleno de hielos, pajitas y el peor y más agresivo whiskey del planeta, tus pies descalzos están jugando con la fina arena, ya que tu mesa está en plena playa, con el aroma del mar a tu lado, si eres capaz de concentrarte en ello ya que la música atronadora con el hit veraniego del momento no para ni un segundo, y, además, tus ojos no pueden dejar de mirar el llamativo espectáculo de fuego que están montando al lado tuyo, justo ahí, entre las mesas atestadas de guiris con una sonrisa perenne y ese oscuro y somnoliento mar, que parece que es el único que descansa cuando cae la noche en este país.

Para acabar con Koh Phi Phi, un gran lugar donde te puedes pegar 6 meses tranquilamente sin ni siquiera enterarte, tengo que hablar de la Monkey Beach. Después de media hora en kayak con el Piña (y paliza que nos metieron Anita y Leo que no es momento de analizar), llegamos a esta playa apartada y muy poco frecuentada por lo complicado de su acceso. Nos habían prometido monos y ahí no había ni un jodido simio. Llevaba 7 meses de viaje por toda Sudamérica, haciendo trekkings, por selvas y bosques, y no había visto ni un maldito antepasado nuestro. Y me molestaba mucho, la verdad. No molaba. Hasta que de repente, bajó uno de la selva hasta la playa. De lejos. Y luego otro. Y luego... ¡Oh, sí, oh, sí, los monetes están aquí! En pocos minutos había decenas de monos. ¡Una locura! A mí me hizo una ilusión tremenda, ya ves tú, y me pegué todo el rato que estuvimos en la Monkey Beach con ellos. Flipándola. Dándoles de comer, de mano a mano, y sacando más fotos que en Tokio, que ya es decir. Me senté a dos metros de ellos, en frente de una gran roca plana a la sombra donde estaban 10 ó 12 criaturas. Son muy guay. Era mucho mejor que ver cualquier documental que me he podido tragar cien millones de veces. Ahí estaban, comiendo, desparasitándose, dándose mimos, charlando, y jugando. Los peques no paraban de liarla, y había un enano muy cabroncete que no paraba de morderle los huevos a su colega. Literalmente. A ése me lo hubiera llevado a casa encantado... Ay, los monetes. Qué majetes. Y con los años, en lo que se han convertido...

Nos quedan dos islas más aquí en Tailandia. Y tengo que hablar de los franceses que compartieron estos relajados y divertidos días con nosotros, que no me olvido de ellos. Pero ahora no. Ahora me voy a cenar. Y eso que no tengo hambre. Y es que siempre que me pongo a escribir sobre el viaje (a recordarlo), me quedo un rato en un estado un poco catatónico. Sin poder hacer prácticamente nada. No sé muy bien el porqué. Pero sé que es bueno.





miércoles, 13 de febrero de 2013

Días 210-227: Bangkok II


Los tailandeses (generalizando de nuevo) son gente muy abierta, divertida, charlatana y bastante cachonda, pero también es cierto que hay que tener ojo y no fiarte de todo el mundo que parece majo, porque hay mucho timador que va de tu nuevo amigo en la ciudad y lo único que intenta es clavártela por ser extranjero. Y ésa es la parte negativa: mucha gente en este país vive desde hace mucho tiempo del turismo y hay gran parte de la población que sólo te ve como un billete de Dollar andante. Supongo que es normal, y hasta cierto punto inevitable, nosotros, los occidentales, les hemos convertido en lo que son ahora. Porque no nos engañemos: Tailandia (y mucho menos Bangkok) no es tercer mundo; ni de coña.

Aquí te lo puedes pasar pipa, salir de fiesta todos los días de la semana al reventón (por ejemplo, en la mítica Khao San Road) , comprar de todo y para todos, probar comidas típicas de todo el planeta, perderte horas y horas en una locura de barrio como es Chinatown, dar un paseo en barco por el río al atardecer, asistir a un conciertazo de una estrella mundial del Pop, disfrutar de un salvaje combate de Muay Thai en directo o saciar todos tus oscuros e incontables deseos sexuales en cualquier antro de los muchos que hay... Hay cientos de cosas que puedes hacer en Bangkok, pero como todo en esta vida, en muchas ocasiones lo mejor es lo más simple. Y sentarte en el suelo, con una lata de cerveza fresquita, rodeado de gente a la que quieres, simplemente mirando cómo unos chavales locales le están pegando (magistral y espectacularmente) al futboley, es un planazo se mire por donde se mire.

A los tailandeses les gusta comer y comen mucho. A diferencia de Japón, aquí además de palillos te suelen dar tenedor y cuchara. Con el tenedor cortas y con la cuchara te metes el sustento en el gaznate. Presumen de cocina buena y variada, pero eso, una vez más, para un español, suena a un poco a coña. Se come bien, sí, y puede que no frecuentásemos los garitos de mayor nivel, eso está claro, pero es que al cabo de un tiempo todo parece lo mismo... En Asia, el pollo y el arroz me salían por los ojos.

Algo que nunca olvidaré de esta ciudad es que cumplí en ella mi trigésimo aniversario como ser humano. Vamos, ¡que me caían 30 palos! Ese momento cruel, doloroso y jodido de la vida en el que dejas de ser un veinteañero. ¡Y fue un día y una noche imposibles de olvidar porque me pasó de todo! Por la tarde lo empecé a celebrar con Piña. Nos emborrachamos a base de White Russians caseros, en la habita del hostal, con Anita de testigo. El Gran Lebowsky estaría orgulloso, y un tío como él hubiera sido muy bienvenido, por otra parte. Luego ya nos juntamos los cuatro a celebrar el cumple en la viciosa, divertida, animadísima y sonámbula calle de Khao San. Y fue un locura muy entretenida. Resumiendo un poco, yo esa noche la acabé con dos tattoos más en mi cuerpo, con varios insectos fritos en mi estómago, con una herida en mi frente por el ataque del hijo de perra del chucho del tatuador, y con una sonrisa en la boca al acostarme con la sensación de haber pasado un treinta cumpleaños como se debe.

Bangkok, una ciudad donde a lo tonto, pasamos bastantes días. Una ciudad a la que cuesta pillarle el punto. Una ciudad que puede parecer muy estresante, agobiante y hasta agresiva de primeras. Pero es un lugar que cuando estás un tiempo te va gustando más y más, y al final, cuando te tienes que ir, sin darte cuenta, ya le has cogido cariño. Y piensas en cuándo volverás. Porque volverás.

Dicho esto, aún así, no tiene la magia de otras partes de Asia.... Y es que nadie ni nada es perfecto. Nadie ni nada lo tiene todo. La manta no es kilométrica, no puede llegar a taparte entero. Cabeza o pies, tú eliges. Locura, diversión y fiesta salvaje... O paz, encanto y espiritualidad. Nosotros, intrépidos afortunados, lo tuvimos todo.