jueves, 28 de febrero de 2013

Días 228-234: Koh Phuket y Koh Phi Phi

En Tailandia, además de en su capital, estuvimos en cuatro de sus múltiples y encantadoras islas. El centro y norte del país finalmente no lo visitamos; el tiempo no sobraba y Bangkok, como ya he contado, atrapa.

La primera de ellas y la que menos me gustó fue Koh Phuket (para los menos vivos: sí, Koh significa isla en tailandés). Una pedazo de isla bañada por el mar de Andamán, que éste a su vez linda con el océano Índico. Creo recordar que sólo pasamos allí dos noches y dos días. Suficiente. La isla al ser tan grande, tiene numerosas playas y pueblecitos costeros repartidos por toda su extensión, pero a la playa que fuimos a parar nosotros, no era la más bonita ni de lejos. Bang Tao Beach creo que es donde nos alojamos, con una playa larga pero no muy atractiva, con un mar no tan limpio y claro como te esperabas y con (ya) un par de edificios altos rollo Benidorm que más que subirte el ánimo lo que te daban era bajona levantina.

Eso sí, nuestro pueblo era el santo y seña de la fiesta en la isla. Pero qué fiesta... Hasta que no llegamos a Phuket no había presenciado en persona lo que podemos denominar como sordidez máxima. Una calle solamente llena de garitos y discotecas a los dos lados, y entrando y saliendo de ellos, decenas, cientos de mujeres, chicas, niñas, el noventa por ciento prostitutas y bastantes de ellas travestidas. Una calle que al pisarla por primera vez da casi hasta miedo... Con incontables extranjeros de pelo rubio, tez pálida y llamativas pieles abrasadas por el Sol, borrachos y drogados, agarrando por el culo a las diminutas niñas locales con su mano de ventosa y sus más de 190 centímetros de altura. Fue algo chocante. Grotesco. Difícil de asumir de primeras. Y no soy un moñas, la verdad, ni el mayor de los románticos, es cierto, pero ese ambiente tan perverso, tan sucio y vicioso, a mí, sinceramente, no es lo que más me llama. Ni mucho menos.

La segunda isla, y ésta sí que molaba, fue Koh Phi Phi. Está al lado de Phuket, en el mismo mar, a unos 50 kilómetros. Mucho más pequeña y mucho más bonita. Considerada una de las mejores islas del planeta, Phi Phi sufrió como ninguna otra el fatídico tsunami del 2004, y la gran mayoría de viviendas y locales fueron literalmente arrasados por la fuerza del mar. Ocho años después no queda rastro del horror, la isla sigue creciendo y las construcciones, pequeñas y grandes, no paran. La bienvenida fue de aúpa, no queríamos salir del barco: cielo negro y tenebroso, rayos y relámpagos retorciéndose por el aire y una tromba de agua cayéndonos sobre nuestras perplejas cabezas y nuestras pesadas mochilas. No pintaba bien la cosa, no. "Bienvenidos a Koh Phi Phi. Felices vacaciones. Sois unos jamadores". Pero la lluvia a las horas cedió, y el Sol surgió en el cielo como el ave Fénix. Y brilló. Vaya si brilló.

La peña viene aquí (allí) a hacer submarinismo, a relajarse en sus bonitas playas y a salir de fiesta por las noches en los garitazos que tienen montados a pie de playa. Aquí en Tailandia ya no tienen nada que envidiar a Ibiza. Llevan muchos años recibiendo a millones de turistas en sus islas y saben muy bien lo que se hacen. Un placer para los cinco sentidos: mientras estás saboreando el último cocktail de moda en Manhattan, o estás ingiriendo un auténtico bucket lleno de hielos, pajitas y el peor y más agresivo whiskey del planeta, tus pies descalzos están jugando con la fina arena, ya que tu mesa está en plena playa, con el aroma del mar a tu lado, si eres capaz de concentrarte en ello ya que la música atronadora con el hit veraniego del momento no para ni un segundo, y, además, tus ojos no pueden dejar de mirar el llamativo espectáculo de fuego que están montando al lado tuyo, justo ahí, entre las mesas atestadas de guiris con una sonrisa perenne y ese oscuro y somnoliento mar, que parece que es el único que descansa cuando cae la noche en este país.

Para acabar con Koh Phi Phi, un gran lugar donde te puedes pegar 6 meses tranquilamente sin ni siquiera enterarte, tengo que hablar de la Monkey Beach. Después de media hora en kayak con el Piña (y paliza que nos metieron Anita y Leo que no es momento de analizar), llegamos a esta playa apartada y muy poco frecuentada por lo complicado de su acceso. Nos habían prometido monos y ahí no había ni un jodido simio. Llevaba 7 meses de viaje por toda Sudamérica, haciendo trekkings, por selvas y bosques, y no había visto ni un maldito antepasado nuestro. Y me molestaba mucho, la verdad. No molaba. Hasta que de repente, bajó uno de la selva hasta la playa. De lejos. Y luego otro. Y luego... ¡Oh, sí, oh, sí, los monetes están aquí! En pocos minutos había decenas de monos. ¡Una locura! A mí me hizo una ilusión tremenda, ya ves tú, y me pegué todo el rato que estuvimos en la Monkey Beach con ellos. Flipándola. Dándoles de comer, de mano a mano, y sacando más fotos que en Tokio, que ya es decir. Me senté a dos metros de ellos, en frente de una gran roca plana a la sombra donde estaban 10 ó 12 criaturas. Son muy guay. Era mucho mejor que ver cualquier documental que me he podido tragar cien millones de veces. Ahí estaban, comiendo, desparasitándose, dándose mimos, charlando, y jugando. Los peques no paraban de liarla, y había un enano muy cabroncete que no paraba de morderle los huevos a su colega. Literalmente. A ése me lo hubiera llevado a casa encantado... Ay, los monetes. Qué majetes. Y con los años, en lo que se han convertido...

Nos quedan dos islas más aquí en Tailandia. Y tengo que hablar de los franceses que compartieron estos relajados y divertidos días con nosotros, que no me olvido de ellos. Pero ahora no. Ahora me voy a cenar. Y eso que no tengo hambre. Y es que siempre que me pongo a escribir sobre el viaje (a recordarlo), me quedo un rato en un estado un poco catatónico. Sin poder hacer prácticamente nada. No sé muy bien el porqué. Pero sé que es bueno.





miércoles, 13 de febrero de 2013

Días 210-227: Bangkok II


Los tailandeses (generalizando de nuevo) son gente muy abierta, divertida, charlatana y bastante cachonda, pero también es cierto que hay que tener ojo y no fiarte de todo el mundo que parece majo, porque hay mucho timador que va de tu nuevo amigo en la ciudad y lo único que intenta es clavártela por ser extranjero. Y ésa es la parte negativa: mucha gente en este país vive desde hace mucho tiempo del turismo y hay gran parte de la población que sólo te ve como un billete de Dollar andante. Supongo que es normal, y hasta cierto punto inevitable, nosotros, los occidentales, les hemos convertido en lo que son ahora. Porque no nos engañemos: Tailandia (y mucho menos Bangkok) no es tercer mundo; ni de coña.

Aquí te lo puedes pasar pipa, salir de fiesta todos los días de la semana al reventón (por ejemplo, en la mítica Khao San Road) , comprar de todo y para todos, probar comidas típicas de todo el planeta, perderte horas y horas en una locura de barrio como es Chinatown, dar un paseo en barco por el río al atardecer, asistir a un conciertazo de una estrella mundial del Pop, disfrutar de un salvaje combate de Muay Thai en directo o saciar todos tus oscuros e incontables deseos sexuales en cualquier antro de los muchos que hay... Hay cientos de cosas que puedes hacer en Bangkok, pero como todo en esta vida, en muchas ocasiones lo mejor es lo más simple. Y sentarte en el suelo, con una lata de cerveza fresquita, rodeado de gente a la que quieres, simplemente mirando cómo unos chavales locales le están pegando (magistral y espectacularmente) al futboley, es un planazo se mire por donde se mire.

A los tailandeses les gusta comer y comen mucho. A diferencia de Japón, aquí además de palillos te suelen dar tenedor y cuchara. Con el tenedor cortas y con la cuchara te metes el sustento en el gaznate. Presumen de cocina buena y variada, pero eso, una vez más, para un español, suena a un poco a coña. Se come bien, sí, y puede que no frecuentásemos los garitos de mayor nivel, eso está claro, pero es que al cabo de un tiempo todo parece lo mismo... En Asia, el pollo y el arroz me salían por los ojos.

Algo que nunca olvidaré de esta ciudad es que cumplí en ella mi trigésimo aniversario como ser humano. Vamos, ¡que me caían 30 palos! Ese momento cruel, doloroso y jodido de la vida en el que dejas de ser un veinteañero. ¡Y fue un día y una noche imposibles de olvidar porque me pasó de todo! Por la tarde lo empecé a celebrar con Piña. Nos emborrachamos a base de White Russians caseros, en la habita del hostal, con Anita de testigo. El Gran Lebowsky estaría orgulloso, y un tío como él hubiera sido muy bienvenido, por otra parte. Luego ya nos juntamos los cuatro a celebrar el cumple en la viciosa, divertida, animadísima y sonámbula calle de Khao San. Y fue un locura muy entretenida. Resumiendo un poco, yo esa noche la acabé con dos tattoos más en mi cuerpo, con varios insectos fritos en mi estómago, con una herida en mi frente por el ataque del hijo de perra del chucho del tatuador, y con una sonrisa en la boca al acostarme con la sensación de haber pasado un treinta cumpleaños como se debe.

Bangkok, una ciudad donde a lo tonto, pasamos bastantes días. Una ciudad a la que cuesta pillarle el punto. Una ciudad que puede parecer muy estresante, agobiante y hasta agresiva de primeras. Pero es un lugar que cuando estás un tiempo te va gustando más y más, y al final, cuando te tienes que ir, sin darte cuenta, ya le has cogido cariño. Y piensas en cuándo volverás. Porque volverás.

Dicho esto, aún así, no tiene la magia de otras partes de Asia.... Y es que nadie ni nada es perfecto. Nadie ni nada lo tiene todo. La manta no es kilométrica, no puede llegar a taparte entero. Cabeza o pies, tú eliges. Locura, diversión y fiesta salvaje... O paz, encanto y espiritualidad. Nosotros, intrépidos afortunados, lo tuvimos todo.