lunes, 11 de marzo de 2013

Días 235-243: Koh Phangan y Koh Tao

Koh Phangan (o Koh Pha Ngan, lo mismo da) fue la tercera isla tailandesa que visitamos. De mayor tamaño que Phi Phi pero más pequeña que Phucket, este pedazo de tierra rodeado de agua se encuentra al otro lado del país, al sudeste, en el golfo de Tailandia.

Reclamo para miles de mochileros por la celebración de la internacionalmente famosa Full Moon Party, allí que fuimos para, sí, no lo voy a negar, disfrutar de ese fiestón que se organiza en la playa de Haad Rin cada noche que la Luna nos muestra todo su poderío sin vergüenza ni reparo alguno. Fuimos sólo el Equipo, ya que Johann, Nonó, Pilou y Thierry, nuestros amigos franceses que estaban pasando sus vacaciones en Tailandia con nosotros, ya habían estado en la fiesta dos años antes y preferían no repetir y conocer otro lugar. ¿Qué puedo decir de esta supuestamente increíble, loca y memorable fiesta? Que la moon está a tope, sí; que party sí que hay, también; pero que realmente es un auténtico full. ¡No nos convenció para nada! Como bien nos avisaba Johann, es prácticamente la misma fiesta que te puedes encontrar en cualquier isla tailandesa durante cualquier día de la semana. Quizás había algo más de gente, y está el rollico de tunearse los cuerpos con pintura de colores fluorescentes, a lo Coldplay en su última gira, pero no ofrece nada nuevo que otras playas del país no ofrezcan cada noche. A los guiris se les veía motivados a saco, como siempre; pero es que con los pedacos que se agarran desde la hora del té se lo tienen que pasar diver hasta en el dentista.

Lo mejor de esos días fueron los paseos en moto por toda la isla. Qué gozadica. Alquilamos dos scooters y nos recorrimos Koh Phangan de arriba abajo. De esta manera nos dimos cuenta de cómo era realmente la isla y lo bonita y verde que era. Te encontrabas con elefantes pastando en el arcén, como si fueran ovejas en España. Enormes bicharracos que, a pesar de su cara de facciones bondadosas y del ritmo relaxado de sus movimientos, imponen muchísimo respeto y no hay huevos a acercarse a ellos a menos de cinco metros (quince más bien). En Laos sí que nos acercamos a ellos mucho más, de hecho tuvimos contacto total con ellos, pero ésa es otra historia. Y de las buenas...

Por último y para acabar con nuestras andanzas por Tailandia, estuvimos en la pequeña isla de Koh Tao. Situada en el mismo golfo de Tailandia, al norte de Phangan, esta diminuta extensión de tierra tenía tanto encanto como Phi Phi y algo más de tranquilidad. Tao significa tortuga, y por lo visto, hace años debía de estar plagada de estos tranquilos animales, surcando sus mares con esa elegante parsimonia que les caracteriza. Actualmente es más complicado toparte con alguna, pero si practicas el submarinismo y tienes suerte, puedes encontrarte con ellas; así como con algún tiburón ballena, ese escualo que es prácticamente herbívoro e inofensivo pero que con sus 10 metros de longitud tiene que dar más miedo que Freddy Krueger en un lunes chungo.

Toda esta gente bajó un día a hacer submarinismo, yo me rajé porque el monitor no terminaba de asegurarnos que la visibilidad iba a ser la correcta y sobre todo porque quería invertir esa pasta en algo que llevaba tiempo metido en mi peluda cabeza: hacerme un tattoo al estilo tradicional del país. Para los que les interese el tema, hay que decir que se hace con tinta aplicada a una especie de punzón de bambú, y que absolutamente todo es a manubrio, aquí no hay nada eléctrico que valga, a base de pequeños, rápidos y precisos golpecitos. Acabé muy contento con el resultado, y aunque el estilo sí fue tradicional, el diseño del tatuaje no lo fue, no fue nada budista. Pero sí que le hice un pequeño homenaje a mi sista Inés, que se lo debía... Mis dos hermanicas ya están marcadas en mi cuerpo serrano. Por último, me comentan por el pinganillo: ¿dolor? ¿ Si duele? A saco. Mogollón. No sé si era por el bambú o por la zona del cuerpo elegida, o por ambos, pero estuve más de una hora agarrado a la camilla de cuero negro como si fuese el último ser humano en la Tierra, y reprimiéndome con todas las fuerzas del mundo para, primero, no llorar a lo Anne Hathaway (odio a esa pava), y segundo, para no meterle un viaje al artista que estaba hurgando con un palito en mi suave abdomen. Pero como dicen los clásicos: sarna con gusto no pica.

Hubo dos momentazos más a reseñar en esta isla tan peque pero tan molona, y los dos pasaron dentro del mar. El mar, como la mujer: ese gran desconocido. Contratamos para todos una vueltilla en barco para que nos llevase a una zona donde hacías snorkel con tiburones. Thierry ya lo había hecho en otra ocasión y nos contaba que se nadaba sobre los bichos; tú te mantenías pegado a la superficie, con tus gafas y tubo, y ellos nadaban cerca del fondo, a unos siete metros de ti. Pequeños tiburones, de un metro de longitud, aparentemente inofensivos, pero repito: TI-BU-RO-NES. Pues ahí estuvimos, 45 minutos nadando de un lado para otro, haciendo caso a las indicaciones del cachondo que llevaba el barco, y ahí no apareció ni Flipper. Ni uno. De hecho ahí casi no había ni peces. Excepto... Puede haber una posibilidad: ¡el señor Piña nos dijo que vio uno! Tuvo un cara a cara (eso lo dice él) con uno de ellos; desde muy lejos (eso lo digo yo). El caso es que Javi dice que le miró al gepeto, hizo el Moonwalker en el agua, media vuelta y pa casica. Y aunque los demás no vimos ni uno, tan solo nadar en mar abierto y pensar que lo puedes estar haciendo junto a unos pequeños cabroncetes como pueden llegar a ser los tiburones, ya la cosa tenía su miga. Era una sensación extraña, contradictoria, algo masoquista: te morías de ganas de verlos nadar debajo de ti, libres, y tan de cerca, pero por otra parte no podías reprimir ese miedo a que apareciesen realmente y a que alguno de ellos no le hiciera especial gracia compartir esas cálidas aguas contigo.

El otro rato brutal que no se me va a olvidar nunca fue cuando contratamos otra barca y nos llevaron a una zona especial para hacer snorkel. Acojonante. Yo me pegué una hora flipando en el agua. Un agua transparente, yo creo que la más clara que he visto nunca. Y un agua llenísima de vida por cada centímetro. Estaba repleto de peces de cientos de formas, colores y tamaños diferentes, y había unos corales gigantescos que se te iba la olla. Era de película, de reportaje o de ciencia ficción, al menos para mí que no soy un entendido de esto. Pero sí que a lo tonto he estado en muchas playas de bastantes países, y no había visto un lugar como éste para ponerte unas gafas y unas aletas y alucinar tanto. Era el sitio que habías visto en la tele desde el sofá de tu casa, o en las fotos de esa revista, tantas veces. Y pensabas que no existía, que ese color del mar era falso, que de eso no hay, que ahora lo trucan todo, que es Photoshop. Ay, almas de cántaro, incrédulos todos. Ahí estuvimos, en ese sitio, justo en donde estás pensando ahora mismito.