miércoles, 4 de junio de 2014

Días 261-282: Camboya (II)

Phnom Penh es la capital y la mayor ciudad del país. Digamos que no ofrece nada especial a los turistas, a no ser que sea tu primera visita a Asia y no conozcas la manera de comportarse en una urbe de los asiáticos, su ritmo frenético de vida, su caótico tráfico, y los fuertes olores y estridentes y constantes ruidos en casi la totalidad de sus calles y callejones. Siempre hay algo que llama tu atención, negativa o positivamente, eso ya es algo subjetivo, las cosicas de cada uno.

A pesar de, quizá, esa magia que no atesora la capital, si estás en Camboya, has de pasar al menos un día o dos por aquí. ¿El motivo? Tener unas horas para intentar entender el denominado genocidio camboyano. Acojonante. Para ello pillamos un bus que nos llevó a uno de los principales campos de exterminio que hay a las afueras de Phnom Penh, y pasamos allí como medio día. Me voy a poner el traje de informante, y no de historiador, sólo por un instante: Camboya, 1975, la Kampuchea Democrática, tras el derrocamiento del general Lon Nol, toma el poder. Bajo la dirección de su líder Pol Pot, los denominados Jemeres Rojos, gobernarán hasta 1979 de una forma totalitaria, consolidando un sistema económico radicalmente agrario, evacuando las ciudades y destruyendo la civilización urbana y su cultura. Querían recuperar la cultura jemer ancestral del Reino de Camboya, y con la excusa de la llamada búsqueda del enemigo interno, aplicaron intensivos métodos de detención, tortura y asesinatos selectivos en masa. Este fanatismo acabó con la vida de unos dos millones de personas en tan solo cuatro años. ¡Una cuarta parte de la población del país murió asesinada en manos de sus propios compatriotas!  Una jodida masacre. Ahí estuvimos nosotros, en esos campos donde no paran de seguir sacando huesos enterrados de sus antepasados. Donde había zanjas, fotos, cráneos y datos que te revolvían el estómago. El mayúsculo infierno que ha pasado toda esa gente. Y lo increíble, lo más chocante de la tragedia, es que fue tan sólo hace 35 años. Tres años después nacía yo. Terrible sociedad en la que vivimos. Las historias que contaban, las cosas que leímos... Movidas que creías inverosímiles, por la atrocidad de los detalles, y porque, repito, eso pasó hace sólo 35 putos años. Tremendo. Vergonzoso. Inexplicable. Muy loco... Los camboyanos, obviamente, tienen que seguir tocados, y únicamente los niños y los más jóvenes no han sufrido el horror de cerca, y no tienen su memoria corrompida y envenenada por la inservible venganza.

En fin, cambiemos de tema. Y aunque no hable de los Osos Amorosos, al menos dejamos de lado los asesinatos en masa. Hablemos de: ¡les putes! Asia es un macroputiferio. Guste más o menos, eso es así. Hay miles y miles de ellas, y abundan más en las grandes ciudades y en los lugares más turísticos. Cuando estábamos de fiesta por ahí, no sabías si las tías locales que se te acercaban eran prostitutas o no. ¡Siempre dudabas! Pero es que muchas de ellas creo que tampoco lo tienen mu claro. No te piden pasta de primeras, pero sí que algunas, pasado un ratico, dejan deslizar por sus bocas la allí tan manida palabra money o dollar. No te lo piden, no te lo exijen, pero si les das algo, lo que sea, 4 ó 40, no te lo van a tirar a la cara... Lo que también se ve mucho, y esos casos no ofrecen duda alguna (asco es lo que dan), es a numerosos viejunos occidentales (la mayoría Bristish) con jovencitas locales cogidas por el brazo. Está claro que esas pobres niñas sí que están ejerciendo, que lo hacen obligadas, amenazadas o porque no tienen remedio alguno, y, probablemente, en muchas ocasiones están contratados sus servicios por el viejo verde desde varios meses antes, gracias a una sucia pero lucrativa agencia en  internet. Reservas online de menores camboyanas, desde tu despacho en London, con vistas al Támesis.

Lo acabo de leer, y joder, vaya post triste y oscuro que está quedando. Acabemos estas líneas con algo más animadete, ¿no? Como los pijamas de los camboyanos y de muchos asiáticos, que son un canteo, y no sé si está de moda o qué, ¡pero es que mucha peña va por la calle en pijama! Sobre todo los nenes, cantidad de ellos iban con sus atuendos para dormir por la calle. Muy risas. Por si algún frikander está interesado, el producto estrella es (o era) los Angry Birds. Ahí lo dejo. Igual de animadas fueron las dos noches que salimos de farra en la capital. ¡Espectacle! En una me tuvieron que llevar a mitad de noche al hostel porque me bajé en marcha de un tuk-tuk cuando iba achispao (ojos) y casi no lo cuento: pérdida de conocimiento, peazo raja en la ceja y un ojo morado como los de antaño. Plas, plas, aplausos. Y la otra, fue incluso mejor: amanecí al lado de un tía, en una especie de cuarto hecho a base de maderos, por no llamarlo choza. Flipando un poquito salí a la calle, y vi que ésta no era una al uso, era la jodida vía del tren, y yo estaba en una especie de barriada construida en paralelo a lo largo de la vía. Caviar de despertar. En dos segundos me di cuenta de que era el único blanco, y que incluso los perros callejeros y las gallinas me miraban raro. Me despedí como un caballero y huí de ahí despavorido, levantando polvo tras cada pisada. Un taxi-moto de un pavo que paré ahí al lado me llevó hasta el hostel. Sano y salvo, one more time!

¿Verdad? ¿Mentira? ¿Mentira? ¿Verdad? Como dijo alguien: el que busque la verdad tiene el riesgo de encontrarla.

jueves, 8 de mayo de 2014

Días 261- 282: Camboya (I).

Antes de todo, debo corregir el lapsus del último post: no nos vamos a Laos, de momento, será el siguiente país a visitar, antes vamos a disfrutar de la poco reconocida Camboya. Una nación que nos sorprendió de lo barato que era; más que Myanmar y mucho más que Tailandia. De hecho, cuentan que Tailandia era así hace 10 años, y que los camboyanos ya van de camino, occidentalizándose... Es lo que hay. Al final acabaremos siendo todos iguales, orientales y occidentales, como una fábrica de clones. Vamos, un coñazo.

En mi diario de viaje tengo todo tipo de notas, de frases y de pequeños textos; había semanas muy productivas en las que anotaba de todo, y había otras en las que casi no escribía nada. Las de Camboya fueron de las del segundo tipo. Poco material escrito veo. Las primeras palabras que anoté en Camboya y sobre Camboya fueron a bordo de un barco, iba yo solo (me refiero a sin nadie del Equipo), y ya llevábamos en el país como 12 días.

El barco me llevaba de vuelta al continente, a Preah Sihanouk o Sihanoukville, como ya la conoce todo quisqui. Habíamos pasado  3-4 días en la Monkey Island. Una islita minúscula, en el golfo de Tailandia, con una playa preciosa. Recordaba un poco a Capurganá, en el Caribe colombiano, por su belleza, su paz y tranquilidad, por su precario sistema eléctrico, y por su casi total virginidad... Uno de esos lugares con magia, donde parece que no pasa el tiempo, y la sonrisa se te congela en la cara. Allí nos pegábamos metidos en el mar como 10 horas al día, buceando o jugando al fresbee, felices cual delfines. Las otras actividades eran sobar y comer rico. Probé con Piña  el mejor Fish&Chips del mundo mundial, pescado y cocinado por un British que había escapado de su isla para instalarse en otra mejor, donde pega el Sol, el mar es transparente y se escuchan las aves y los monos en lugar de los coches. Otro gozador más listo que la mayoría de nosotros.

Como ya he dicho,voy conmigo mismo. Me apetecen un par de días de ir a mi bola, estar solo, básicamente. Creo que fueron los únicos tres días en todo el año que estuve sin nadie del Equipo. Algo que para personas como yo, que necesitamos nuestros momentos de soledad y que estamos acostumbrados a ellos, es totalmente necesario. Ahora que miro hacia atrás, me parece alucinante haber pasado tanto tiempo con gente, constantemente. Pobre Leoncio, mi fiel compañero de alcoba, tuvo que sufrir en más de una ocasión la rareza de mi persona... Y, además de mi pequeña necesidad de soledad, también quería ver la semifinal de la Eurocopa contra Portugal, y en esa isla era imposible. Por no hablar de una germana, Caroline, que no me hubiera importado volver a ver... 

En Sihaunoukville también pasamos unos 5 días en total. Lugar muchísimo más turístico, lleno de hostales molones y garitos gestionados por locales pero cuyos dueños eran todos British. Por las noches, en todas y cada una de ellas, locales y guiris nos íbamos de fiesta: bares de playeros, buckets, beer pong y mucho baile. La ciudad, que es el primer puerto del país, cuenta con una interminable playa. Las barbacoas diarias (3 dollars) al atardecer en la playa, tu peazo de birra fría de barril (¡cuarto de dollar!), con los pies jugueteando en la fina arena, con el mar a tan sólo 6 metros, y tumbado en una jodida maravilla tecnológica artesanal de bambú, que era un híbrido de silla-puff-tumbona que te morías del gozo.

Los camboyanos son gente muy abierta, cercanos, simpáticos, cantarines, incluso payasetes, y son como muy tocones. Algo les pasaba allí conmigo, sobre todo en Sihaunoukville, porque no paraban de hacerme chorradicas y bromitas cada dos por tres. Muy majetes, la verdad.

Cuando volvía de Monkey Island era el 27 de junio de 2012. Llevábamos justo nueve meses de viaje. Un parto, una gestación. Ya sólo nos quedan tres meses más, amigos, un cuarto del camino. Se dice pronto. Salimos de Madrid un 27 de septiembre de 2011 (lo llevo tatuado), y teníamos claro que queríamos apurar el billete de avión hasta el final, hasta el último día posible: el 27 de septiembre del siguiente año. 


Ya sólo nos queda Laos, nos queda Vietnam, y nos queda la India. Pero no tan deprisa, culebrillas, todavía nos falta la mitad de Camboya... Y os va a gustar.


lunes, 24 de febrero de 2014

Días 244-260: Myanmar (V): el lago Inle.

El lago Inle es un lugar bonito, rodeado montañas, con bastante actividad de pescadores, pequeños comerciantes y turistas, pero, a la vez, es un lugar tranquilo, para relajarse, donde se respira una cierta calma muy agradable. Nyaung Swe es la localidad donde nos hospedamos, pequeño pueblo y aún así una de las mayores poblaciones de todo el lago. 

Subidos en una lancha como la del día de la llegada, dimos un gran voltio por todo el lago. No era de más de un metro de ancho, e íbamos todos en fila india, sentadicos en silla (en este caso llevaba asientos, lo cual fue muy agradecido, vitoreado y hasta aplaudido por nuestro ajetreado culo). El chófer iba en la parte de atrás, controlando el motor y llevando la dirección de la embarcación.

Este tour que duró como medio día fue muy interesante. Vimos cómo fabrican artesanalmente los puritos (colocón) que tanto fumamos en ese país; cómo fabrican el papel para las sombrillas que todos los turistas acaban comprando; y vimos también tejer, concretamente a tres mujeres padaung, "mujeres de cuello de jirafa" o "mujeres de cuello largo". Allí estaban, tejiendo elaboradas telas, siempre sonrientes, con sus inacabables cuellos llenos de ajustados collares de metal. Hablo de ese tipo de mujer de las que ya quedan poquísimas de ellas, que sólo las puedes encontrar en el estado de Shan, aquí en Birmania, y quizás en Tailandia, las que huyeron por el régimen militar birmano y consiguieron no morir de camino a la frontera. Hay muchas historias y teorías a cerca de esta curiosa tradición, seguramente la mayoría son falsas, pero lo que está claro es que estas mujeres todavía existen y que es impactante su visión. A mí me hizo mucha ilusión, porque ya me pude creer de verdad una foto que vi hace tiempo, de pequeño, y que me dejó to loco durante varios años de mi tierna infancia. Eso es, sí, hablo de la mítica portada de National Geographic.

El lago está lleno de pescadores. Fishermen everywhere! Muchos de ellos van en una especie de piraguas, sin motor, y desde la parte de detrás, la popa (lo he tenido que chequear en Google...), reman de una manera muy singular: estando de pie, pillan el remo con el brazo derecho y lo sujetan con la pierna del mismo lado, y haciendo algo parecido a una media luna con la pierna, van remando poco a poco. Extraño pero efectivo.

Qué buena gente son, copón. Aunque te lleven a sus tiendas y talleres, aunque te inviten siempre a un rico té, aunque se dejen hacer fotos, y aunque te vayas sin comprarles nada (porque es imposible comprar en todos los sitios), siempre te despiden con una sonrisa (sincera) y el cortés thank you. Y tú te vas jodido porque les comprarías la tienda entera.

Muchas casas bordeaban el lago. Casi todas ellas de madera y de bambú. Realmente, fuera de las grandes ciudades, muy pocas casas en este país son de ladrillo y cemento. También había extensos cultivos de tomates en jardines flotantes en el lago. ¿Cómo coño lo hacen? Sin el bueno de Robin a tu vera, en ocasiones, las preguntas no tenían fácil respuesta.

El lago Inle está rodeado por todos los lados por altas montañas que siempre están cubiertas por una finísima capa de niebla. En estas montañas no entra nadie. Literalmente. Ni los lugareños ni mucho menos los extranjeros. Por lo visto (por lo que nos contaron, más bien), están abarrotadas de rebeldes armados, de narcotraficantes y de "lords of war", los llamados señores de la guerra. Si aprecias mínimamente tu fugaz paso por este planeta, no te adentres ni una miaja. Porque no volverás nunca.

Era temporada baja, y por lo que nos contaban, estábamos pocos turistas. Pero era un lugar de los que cuanta menos gente hubiese, mucho mejor. Dimos buenos paseos en bicicleta por los alrededores, aunque tampoco alejándonos del lago, ya que realmente toda la vida de la zona giraba en torno a él. Recuerdo también dos momentos al día durante nuestra estancia allí: el desayuno y la cena. Por las mañanas subíamos corriendo hasta la última planta del hostel, el comedor, y nos poníamos morados de jugosas tortitas con sirope de caramelo y rica fruta fresca. Y por las noches, siempre íbamos al mismo lugar, una pequeña parcela con mesas y sillas de plástico, que tenía unos pescados brutales que te los hacían a la brasita en el momento y estaban tiraos de precio. Terraza, cerveza fría, barbacoa, puritos y a jugar a las cartas. Y prontito a mimir. Puro gozo, hermano.

Después de pasar allí unos 3 días y 3 noches, volvimos en bus hasta Yangon. De allí pillábamos un vuelo que nos sacaría de este mágico, atemporal y tierno país. Nuestros 15 días en Myanmar llegaban a su fin. Flipas. Tan sólo 15 días. Seguramente hayan sido de las dos semanas más y mejor aprovechadas de toda mi vida.  Infinidad de instantes para el recuerdo. No sé si volveré, who knows, pero lo veo difícil... Porque hay mucho mundo que quiero conocer, y porque tengo la sensación en mi interior, de que es imposible mejorar el recuerdo del que todavía no me quiero soltar... 

Así que, de momento, nada más. Bueno, ahora, ¡toca Laos! Y ya está, simplemente, millones de gracias, Myanmar.

jueves, 23 de enero de 2014

Días 244-260: Myanmar (IV): el trekking.

Nos despertamos muy pronto, de esas horas del día que están hechas para llegar de fiesta y acabar la jornada, y no precisamente empezarla; desayunamos fuerte en el hostal y pillamos un bus como a las 6 de la mañana, dirección norte. El destino era Kalaw, una pequeña localidad de montaña desde la cual íbamos a emprender un trekking que duraría tres días y dos noches. Unos 52 kilómetros de recorrido, hasta llegar al bonito lago Inle. Sólo puedo decir que, aunque mi papel era el de quejarme bastante sobre el temita "trekking", y lo representé asiduamente durante todo el viaje por medio mundo, estos tres días fueron otra de las marcas indelebles que se grabaron por siempre en nuestra memoria.

Hicimos noche en Kalaw. Antes nos aprovisionamos de algunos temas que nos faltaban y preparamos unas mochilas sólo para esos tres días, ya que el resto de cosas nos las llevaba al destino la empresa que contratamos para el trekking. Éramos ocho personas: una francesa que venía con nosotros desde Bagan, un inglés, un alemán, un canadaca y el Equipo. Suena a chiste malo, pero no. Y claro, también venía Robin. Robin era un hindú cincuentón, barbudo, agradable, y lo más importante: un guía cojonudo. Porque le gustaba lo que hacía. Disfrutaba. Llevaba años haciendo lo mismo y conocía el terreno como la palma de su mano. Sabía mucho de todo lo que le rodeaba, plantas, animales y personas, nos explicaba de todo y aprendimos mucho de la situación real que vive el país.

No me apasiona esto de andar y andar, y andar un poco más, por el campo. Me tira más la playa que la montaña. Prefiero trepar a una palmera y tirarme al cristalino mar antes que subir hasta el pico de un monte. Incluso prefiero patear horas por una gran ciudad y que ésta me engulla poco a poco, hasta desaparecer entre la marabunta... Pero como ya he dicho, la experiencia de estos tres días andando por campos, valles y pequeñas colinas, fue algo sensacional. Y no lo fue por contemplar increíbles paisajes naturales, o haber presenciado deslumbrantes amaneceres, no van por ahí los tiros, no. Fue simplemente por sus gentes. De los que ya hemos hablado aquí en algún post anterior, y que me vuelven a poner otra sonrisa en la boca ahora mismo.

Pasamos y conocimos varias aldeas durante este mini viaje. En una dormimos la primera noche, y en otras nos paramos a comer. Dormíamos en sus casas, comíamos su comida con ellos, intentábamos hablar con ellos gracias a Robin, o simplemente por gestos. Jugábamos con los niños, nos pintaban excelentes retratos con los cuadernos y lápices que les dimos, los más peques flipaban con mis tattoos... Los críos de Myanmar es de lo más bonito de este viaje con diferencia. Sus sonrisas. Su bondad. Anita les llevó cuadernos, bolis, lápices y pinturas de colores, cosas que muy pocas veces, o quizás nunca, habían visto. Un auténtico y valiosísimo tesoro para un crío de esos lares. En ese preciso momento, los críos nos dieron una lección a los mayores. O a los occidentales, mejor dicho. Sin decirles nada, rápidamente, al minuto, se dieron cuenta de que no había de todo para todos. Y sin discutir ni enfadarse, sin peleas, lloros, gritos o envidias, repartieron ellos mismo el incalculable botín entre todos los niños, equitativamente. Estos pequeños salvajes desarrapados tenían más educación y más saber estar que muchos de nosotros. Se nos caía la baba con los nenes. Cuando estabas un rato con ellos, el rapto pasaba a ser una opción nada despreciable. Y es que un país es sus tierras, sus paisajes, lo que la naturaleza te pueda ofrecer; pero un país, sobre todo, creo que es su cultura, sus tradiciones, sus valores, su día a día... Su gente. Yo diría que un país, más que cualquier otra cosa, es la gente que habita en él.

Anduvimos por paisajes que me recordaban a los campos del norte de España. Aunque aquí predominaban los cultivos de arroz y de cacahuetes. Nos cruzamos con perros, cerdos, vacas, gallinas y búfalos de agua, con esos cuernos de media luna hacia atrás. En una aldea nos topamos con dos personajes peculiares. Uno era Medicine Man. Medicine Man! Era el anciano del lugar, maestro en artes marciales, experto en hierbas y ungüentos medicinales, tatuador (flipas), y no sé cuántas movidas más. El hombre estaba muy cascado, ya mayor y con gripe, y casi no podía ni cantearse. Pero ahí no le tosía nadie. Era el Gran Jefe. El otro tío era un auténtico notas. No paraba de moverse dentro de la casa y hacía cosas raras. Al final me ofrecí (por decir algo) a que me hiciese unos estiramientos, o algo así. Pues bueno, el muy colgao casi me deja ahí tirado. No tenía ni golfa idea de qué me estaba haciendo, y lo que realmente estaba pasando, y nos enteramos un rato después, ¡es que el pavo venía todo ciego de una boda del día anterior! Estaba de empalmada e iba como un atún, mi amigo el quiropráctico.

Por el camino recuerdo que comimos ciruelas que encontramos. Robin nos habló de muchas plantas, sus usos y utilidades. Pimienta de limón, gengibres varios... Controlaba a saco el colega. Un tío muy sano, además. No como todos los demás... Porque cómo se pone la peñita aquí: ron, whisky, birra, tabaco chungo casero de mascar (¡auténtico veneno del horror!), marihuana, opio... Por eso, quizás, sean tan cantarines: porque van casi todos medio puestos. Están todo el santo día cantando temitas. Les privan los karaokes, y en los viajes de buseto te pueden taladrar horas y horas y horas con su peculiar estilo musical...

La segunda noche sobamos en un monasterio bastante antiguo y que parecía abandonado, pero seguía operativo y aún viven monjes budistas. Un lugar brutal. Antes vivían 100 monjes, ahora ya tan sólo quedaba un monje viejuno con una brazo inmóvil y seis monjes de entre 10 y 14 años. Cenamos al atardecer, y de música de ambiente sonaban los rezos cantados de los pequeños niños monje. Genial. La paz era absoluta.

Las duchas en el trekking consistían en tirarse por encima cubos de agua de lluvia almacenada. Frotarse bien todo con jabón, y a funcionar. Esas dos duchas supieron a gloria bendita, sobre todo la segunda en el monasterio. El tema jacuzzi escaseaba, sin embargo, nos daban de comer en abundancia, siempre sobraba algo. Y siempre muy bien, cosas muy sabrosas, como la salsa de tomate casera de la mujer de Robin del primer día... Uuuuummmmm, la madre que la trajo, eso estaba tremendo.

Tuvimos mucha suerte con la lluvia, porque aunque nos pilló en algún tramo y nos pusimos de barro hasta las rodillas, fue muy light para lo que pudo haber sido. La época del temido y cacareado Monzón tenía su inicio en ese momento, pero como la suerte es nuestra aliada, la cosa no pasó a mayores. El primer día nos libramos de una tormenta que nos pilló ya en la aldea por la noche, y menos mal, porque si nos llega a pillar en la ruta yo creo que ni lo contamos. ¡Qué manera de llover! Qué cebatil. Violencia en estado puro.

Algunos ya sabéis que me molan los árboles. Unos más que otros, obviamente, pero sí, me gustan en general. Recuerdo grupos de muchos bambúes larguísimos, resistentes y elásticos, como si fuesen de dibus animados. ¿Habéis visto la peli de La casa de las dagas voladoras? Igualito que ese bosque. Pero sobre todo me acuerdo de los gigantescos y preciosos ¿Bavarian?, altos y anchos, enormes árboles, sagrados en ese país, y, por lo tanto, intalables y casi intocables. Pedazo de seres vivos, señoras y señores. Cuenta la historia que algo debió de pasar con Buda y uno de estos bichos y por eso se les considera algo sagrado. Son una pasada. Deberían de plantar más por todo el país, pero no lo hacen porque sus raíces miden decenas de metros e impedirían el cultivo de tierras, y eso es algo que no se pueden permitir.

El trekking llegó a su fin el tercer día a la hora de comer. Acabamos a las orillas de un río que conectaba con el lago Inle. Recuerdo que nos tenían preparados unos ardientes fideos con no sé qué. Estábamos todos cansedetes y con bastante gazuza. Yo repetí cuenco. Después de la comida quedaba el último paso: llegar al pueblo asentado en las orillas del lago Inle en el cual habían mandado el núcleo duro de nuestro equipaje vía camioneta. Pero ese trayecto ya era en lancha. Algo más de una hora, recorriendo el estrecho río hasta el lago, cruzando éste de punta a punta, hasta alcanzar nuestro destino final: la localidad de Nyaung Swe.

Gran experiencia. Una más. Hubo muchos momentazos en estos campos birmanos, decenas de anécdotas y pequeñas historias. Recuerdos de los que no te abandonan, como Rexona. Momentos realmente sencillos,  preciosos y puros, como las pequeñas gotas de agua transparente de un milenario manantial.

lunes, 13 de enero de 2014

Días 244-260: Myanmar (III)

Hombres con faldas. El denominado longi birmano. Muy guapos. De todos los colores y estampados. Es un rollo pareo, pero cerrado. Como una falda, de una sola talla, que te ajustas a la cintura y con lo que te sobra de tela te haces un nudo más o menos debajo del ombligo. Mola. Y es cómodo de cojones. Yo hasta me pillé uno en un mercado de Yangon. No podía irme del país sin comprarme uno de esos. Y joder, la verdad es que todavía no me lo he puesto fuera de casa. No tengo huevos de salir a la calle con eso. Qué tontico soy.

Otro rasgo típico de este país es su versión de la crema solar Nivea de toda la vida. No paras de ver caras y caras, sobre todo de niños y mujeres, pintadas con una especie de crema blanca muy peculiar. Es un ungüento que fabrican ellos mismos, machacando las raíces de una planta. Les protege de la fuerza desmedida del Sol, y a su vez también es utilizado de modo decorativo, en niñas y mujeres, con bonitos trazos sobre la cara. Podríamos decir que también les sirve de maquillaje Loreal, así como de seña de identidad.

Estuvimos en Bagan, antigua capital durante varios reinados. ¡Cómo no estar! Uno de los lugares más espectaculares de todo el viaje, y seguramente del planeta. Asombroso. Imaginad en vuestra mente una gran llanura, muy árida, una extensión de terreno enorme, interminable, y toda ella salpicada por innumerables templos, pagodas y estupas, por decenas, por cientos, ¡por miles de ellos! Y no exagero ni un ápice. Quedan en pie todavía más de 2000 construcciones.

Los había de todos los tamaños, unos mejor conservados que otros; algunos de ellos eran impresionantemente enormes y bonitos. Íbamos en bici de un templo a otro, y no había que hacer colas ni movidas de esas, no había personal, no había seguridad, no había nada... Subíamos, bajábamos, saltábamos y trepábamos por los templos, como los monos del Libro de la selva. Salvajes, libres, felices. Y cuando subías bastante a un templo de los de mayor altura, la vista era... Un jodido pasote. Un lugar irreal. Cientos de puntas, de agujas queriendo llegar hasta el cielo; miles de templos se alzaban ante ti, orgullosos, sacando pecho, como diciendo: "Aquí sigo yo, chaval. Y espérate". Recuerdo que sobre algunas de esas milenarias piedras pudimos disfrutar de un amanecer y también de un atardecer. No fueron los únicos del viaje, ni mucho menos. Pero estoy seguro de que en muy pocos lugares de este mundo, el ver la salida y la puesta del Sol puede ser tan diferente y tan especial.

Los paseítos en bici, a veces en modo carrera, de templo a templo, eran una gozada. El rollico era cómodo y muy molón. Los únicos inconvenientes eran el calorazo y la pedazo de humedad que había en el ambiente. Las sudadas sobre la bicicleta fueron históricas. Sin duda alguna puedo decir que la segunda mayor sudada de mi vida fue en Bagan. Sí, la segunda. Porque la primera fue en este viaje pero todavía no hemos llegado. No me sean impacientes. Todo llega. La calda era tan, tan, tan seria, que un tío que curraba en el hostal y se hizo colegui nuestro, nos llevó una tarde a bañarnos al río. Sí. Río. Sí. Asia. ¿Ya sabéis por donde voy, no? Era un río bastante ancho y caudaloso, y sus aguas eran de color marrón. Muy marrón. Más oscuro de como yo me hago el Nesquick, vaya. Ahí debajo podía estar de vacaciones Nessy, el monstruo del lago Ness, y no se enteraba ni el Putas. Pero qué leches, hacía un calor del horror, a 50 metros había unos críos en pelotas gozándosela en el agua, y quieras que no, cuando llevas 9 meses de viaje por donde habíamos estado, el asco al barro y el miedo a los cientos de reptiles y miles de bichos que estaban pasando por ahí al lado, habían menguado hasta casi desaparecer. Y allí nos bañamos, muy tranquilos y disfrutando, tanto que al final nuestro colega nos tuvo que sacar del río porque empezaba a propagarse la oscuridad.

Otro de los momentazos de Bagan y de las dos semanas en Myanmar, fue la visita a una pequeña aldea de gente local. Ellos realmente ya estaban muy acostumbrados al turismo, y que la gente se pasee por su diminuta aldea y por su casa no les afectaba lo más mínimo. Todo lo contrario. Nos enseñaron su hogar y cómo vivían y se ganaban la vida. Cómo tejían el algodón, cómo cocinaban y cómo fabricaban el aceite de cacahuete. Convivían allí una o dos familias, y como cuatro generaciones distintas. Estuvimos jugueteando un rato con los niños peques, y luego nos sentamos con la bisabuela. La vieja era una auténtica jefa. Estuvimos bebiendo te y fumando con ella unos purazos que liaban y vendían ellos mismos, y que te ponían la cabeza bien guapa.

No hablamos con ella. O no sabía inglés o directamente sudaba de hablarlo. Pero su mirada era limpia; y daba más calor que los puros que se liaba. En la vida se me va a olvidar la cara de esa mujer. Una cara llena de arrugas bien marcadas, como esculpidas en piedra con cincel. Una cara que transmitía buen rollo, serenidad, Historia y belleza. Exactamente lo mismo que transmitía el lugar donde llevaban viviendo cientos de años y donde nosotros pasamos tres días de ensueño. Era la cara de Bagan.